Laura Rayón Rumayor
Profesora Titular. Departamento de Estudios Educativos. Facultad de Educación, Universidad Complutense de Madrid
alieron del comedor y D.
Juan se encaminaba al mismo tren donde había venido.
— Ahora. Sr. D. Juan —le dijo Horacio deteniéndole—, hemos
de tomar otro tren. Venga Ud. por este lado.
— ¿Cómo otro tren? ¿Pues éste vuelve acaso para Bilbao?
— No señor, va hacia Tudela. Nosotros tomamos ahora el que
viene de Irún y va hacia Madrid.
Fue D. Juan donde le llevaban, y los tres eligieron coche.
Pero no bien había puesto el pie en él nuestro ilustre
amigo, cuando mostró deseos de volver a bajar, no sabemos
con qué objeto, pues no fue posible hacérselo decir. Bajó
pues, asegurando que volvería pronto. Y Horacio se asomó a
la portezuela con objeto de no perderlo de vista. Recorrió
D. Juan el andén, mirando los letreros que había sobre todas
las puertas, y en uno decía Jefe, en otro Telégrafo, en otro
Cantina, en el de más allá Inspección, en aqueste Camionaje;
mas en ninguno el rótulo o señal que buscaba con tanto afán.
Viole Horacio acercarse a un empleado de la estación y
hablarle con mucha compostura, sombrero en mano. Entonces
halló D. Juan el derrotero para ir a su fin, y, siguiendo
las indicaciones del empleado, entró en la estación, pasó al
otro lado y desapareció.
[…]
De repente sonó la campana y el tren salió a andar. Horacio,
aturdido y desesperado, reflexionó un momento sobre aquella
rara situación, y, entre Rosalía viajando sola hacia Madrid
y D. Juan quedándose sólo en Miranda, creyó que debía
atender principalmente a aquélla. Agarróse al pasamano de un
vagón ya en marcha, subió al estribo y se fue poco a poco
trasladando con manos y pies hasta el coche en que estaba la
joven, esperándolos trastornada y llena de angustiosa
inquietud.
ROSALÍA
(Edición de Alan Smith. Ediciones Cátedra S.A., 1984, págs.
99-100)